Las tardes frescas de los veranos. Aquellos paseos ensimismado en uno mismo. En sus cosas, pensando, quizás, en decubrir sobre los cielos, la noches y sus alientos. Volar sin límites. Todo me atrapaba. Los días previos a las fiestas. La mecánica de aquellas psinosis que tenian por norma desequilibrarme emocionalmente. Películas de estreno. Tardes enteras pensando en ellas. Una y otra vez las lentas caminatas para leer lo releido una y tantas veces. Ese mundo peculiar que me hizo canción. Cinéfilo. Astronauta en naves de papel sin rumbos. Perdido entre las siestas. Entre los sinuosos ruidos de las medianias vecinales. Hoy quiero estar en ese cuerpo de nuevo. Parado en la calzada mientras los demás se alejaban más y más y no me echaban de menos. Escuchando absorto aquellas canciones que me regalaban las tardes y sus terrazas musicales. Desgranando los fotogramas y sus historias. Sentado en las butacas de madera viéndo caer los indios y arder las carretas de los protagonistas. A veces, muy pocas, me entraba una extraña somnolencia y quedaba frito hasta despertarme por unos abucheos, quizás a los malos, o tal vez a un beso censurado. De todo me pasó menos morirme de aburrimiento. Eso nunca. Había dónde estar. Que ver. Con quién estar y que transitos seguir en el misterio de poseer lo desconocido. La imaginación volaba. El sol, las noches, aquellas mañanas de escursiones para ir hacía lo infinito, sus olores, las luces, las paradas para contemplar, charlas animadas, soledades deseadas. La naturaleza a mis piés, sus fantasmas sonoros. Huecos de marrales que escondían nuestros cuerpos a merced del enemigo que contaba pasirmoniósamente que desapareciéramos a la de ,ya, para luego reaparecer siendo salvados. Seguía el curso de la sangre por aquellas lindes rellenas de acerones, lagartos, grillos, mariposas multicolores, pájaros, calor, gatos extraños, hombres silbando montados en sus mulas, escupiéndo, fumando, arreando y maldiciéndo los calores, desapareciéndo, al fin, por aquellos caminos de Dios, llenos de basuras, de cardos largos, animales muertos, paredes marchitas…
Y de nuevo solo ante los días, decubriéndo los cromos, sus álbumes coloristas. Los estuches acolchados y rajados, rayados hasta la saciedad con sus lápices desgastados, sacapuntas rotos, bolígrafos sin capuchones, masticados por los nervios que los veranos se tragaban a placer. Y de nuevo vuélta a la música. A escuchar en el nuevo paseo ó sentado en el umbral de la calle la radio de la casa ó la vecina ó el murmullo apabullante de la feria lejana y sus ecos mágicos. Arremolinado sobre mis rodillas. Dibujando con saliva espesa y dedo indice presto sobre el acerado: corazones, flechas, números, bañando el vecindario de hormigas y dibujando un coche para que se las llevara. Otras echándole migajas de pan con chocolate. Buscando por la habitaciones las puertas secretas de lo héroes permaneciéndo debajo de la cama horas hasta que apareciéran y decirles el último de mis planes. A veces me quedaba dormido en el fresquito del suelo. Otras aburrido por la espera me llevaba al molino que era más sabroso y misterioso. Las menos por otras calles, no me dejaban con el calor. Y las muchas contemplando las parras del corral. Indagando como buen estratega como atacar al enemigo. Las avispas. Era emocionante para mí todo aquello, toda una época, que ahora nos puede parecer mugrienta, antigua, desencajada de la modernidad, pero ¡no! Los beatles campaban por sus anchas, Tom Jones. Paloma. Julio. Era todo ilustre. Con luz. Última tecnología para un niño del siglo XX que avanzaba, despacio, pero lo hacía sin darme apenas cuénta, de que las pieles caían derrotadas a cada tres. A cada batalla. Paso. Suspiro. Sueños. Y la nostálgia construiría el dique necesario para no desbordarme y marchar con mis velas, rumbo a lo desconocido, a lo que soy a hora. Un capitán con barco propio y bodega enorme dónde almaceno las luces y las sombras de lo que fui. Un ambulante lleno de música que andó despacio por aquellos acantilados de la vida que iba conociendo con sus voces de…niño.
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