Antes
de acostarme tengo la necesidad de trotar con avidez sobre el avanzado y
escaso diccionario que poseo y contar con sus letras los vientos
lejanos del Ritmo que ya se fueron. Simplificar mis ganas de contar
sobre aquel escenario con fauces, aquel
agitador de calambres, el amante perfecto que me hizo sonreír, sacar mis
sudores, descalabrar estos huesos, lo que significo para mí sus noches.
Fui rasgado por Júpiter y sus colores. Las Sibilas poseídas
profetizaron la venida y la noche levantó su manto con los relojes
parados y tropecé a sus pies. Ahí están el tic tac lento de aquellos
veranos sin parangón. Sus luces de sexos ardientes solo para la soledad
del que narra. Desmonté mis huesos al placer de las pistas
todopoderosas. Bailando poseído. Arrancado a cuajo de mi realidad gris.
Transportado a la necesidad de volar como Ícaro. Sin tropezar con el sol
que me hubiese visto caer. Los sacerdotes de la noche, renegados,
murmuraban. Las brujas traidoras repartían, muy a su pesar, los
cristales incandescentes, los colores borrachos, sobre mi piel de
alabastro. Morena mis alas, moreno mi sudor, se acercaron al Ritmo, esa
forma de vida necesaria y vital, esa otra galaxia salvaje, incomparable,
única, feroz, tan rápida que ni siquiera un Somorrostro que vio parir a
la gran Carmen, hubiese llevado el compás, mi compás. Frenéticos ritmos
tan cargados de sinceridad, de sexualidad que ni un Premio Nobel darían
a estas letras, hambrientas de todo para consolar el paso del tiempo
todopoderoso. Extendidas las alas sobre las decrecientes horas del día,
subí sobre las sombras al mercado del Antro. Negocié mi último trato:
Poder bailar incansable en sus vísperas con mi cuerpo de ébano. Bañar en
sudor los senos de la música loca. Abrazar sus cuerpos de misterio.
Revolcarme poseído por todas sus fronteras. Reflejos! Reflejos! Y más
reflejos. Ardientes amantes sobre mi paraíso de carne. Carillones
posados en los aposentos de la noche se lamentaban porque no salía,
porque permanecía cautivo, el antro me tragaba una y mil veces sin ganas
de salir de el. Los ángeles susurraban mi extravío. El sol rompe sus
cadenas. La madrugada de va como Celestina traidora. El antro echa sus
cerrojos de oro. Mis zapatos lustrados dejan el Edén que pisé. Ahí están
todopoderosas las bolas de cristal. Ellas me han despertado esta noche.
Sus reflejos ardientes homenajeo a placer. Sobre mis comisuras corren
los recuerdos. El abracadabra rompe el hechizo deseado, contar. Mi
avidez disminuye, los gritos de antaño, sus canciones todopoderosas, los
ritmos agitados y rápidos, me abrazan y reconfortan, ya puedo ir
tranquilo al camastro actual. Sin ser fui. Sin amar me amaron. En el
Edén quedó lo que fui, pólvora y sobre sus resquebrajos cansinos y
agotados, sobre sus techos y paredes aquella hermosa esencia de los 70 y
80 años que nos narró, en forma de músicas, el pasar de un tiempo:
Truhán, agitador, amante, amigo, sudoroso, perfumado, maldito,
encantador, ángel y demonio, trasnochador. Su sexo agitó mi galaxia de
ébano y esta vida fue amortizada solo por el hecho de que fuimos amantes
y amigos. Gracias Don Disco. Te quise ayer y hoy, mañana y siempre.
GRACIAS.
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